Es muy raro pensar en el 24 de marzo en cuarentena ante una pandemia global. Quizás por eso, en lugar de las imágenes redentoras de memoria, verdad y justicia a las que nos acostumbramos en los últimos años, y que nos ayudaron a resistir los peores embates destructivos del macrismo, hoy la reflexión discurre por otros andariveles, menos luminosos.
Hoy se recuerda el inicio de uno de los mayores cambios políticos que sufrió nuestro país en medio siglo, quizás el de más duraderas consecuencias. Ese tipo de episodios confirman que la historia se puede modificar a través de la voluntad consciente de los seres humanos. Que por lo tanto todos los fatalismos tienen límites: se trate del destino, de la voluntad de Dios, de las revoluciones tecnológicas, del humor de los mercados, de las verdades tecnocráticas de las ciencias o de las tendencias de la demografía. Cada quien puede elegir a qué divinidad tributar, pero en cualquier caso, la decisión humana siempre puede cambiar la historia.
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El problema es que aquel 24 de marzo de 1976 aprendimos, a un costo altísimo, que ese cambio puede ser para peor. Que hay gobiernos que pueden “planificar la miseria generalizada”, como profetizó Rodolfo Walsh, en una recreación criolla de la crítica de la razón instrumental. Que el futuro no necesariamente es sinónimo de progreso, igualdad, justicia social, libertad, democracia. Que a veces, como balbuceó Juan José Castelli, si ves al futuro, es mejor decirle que no venga. Que existe la contrarrevolución.
Walter Benjamin, ante el ascenso del fascismo alemán, escribió que“no es en absoluto filosófico el asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles en el siglo veinte”. Sin embargo, casi cien años más tarde, sus palabras siguen teniendo vigencia. “Todavía”nos sorprendemos de que en nuestro mundo actual haya un Trump o un Bolsonaro, de que exista el fundamentalismo religioso y la contrarreforma anti-derechos, de que “vuelva” el nacionalismo y la confrontación entre superpotencias. Efectivamente, esos asombros solo desnudan cuánto el pensamiento de nuestras izquierdas fue colonizado por la ideología dominante en el Occidente del capitalismo financiero: eso que Nancy Fraser llama el neoliberalismo progresista. Obama sin bombardeos. Mac Donalds con AUH. Instagram y educación pública. La producción audiovisual en Estados Unidos y Europa está repleta de muy buenos productos distópicos que ilustran la sensibilidad liberal ante el presente: el miedo, la incomprensión, el rechazo. Desde Joker hasta Thehandmaid´s tale, pasando por Years and Years.
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Nos cuesta mucho practicar una mirada más realista, asumir que estamos viviendo la crisis de la utopía de la aldea global, el agotamiento de las promesas de un mundo hiperconectado. La muerte de la globalización, lo llamó Álvaro García Linera. Claro que en la vereda de enfrente lo que aparece como alternativa es China. El gigante asiático aumenta su prestigio a costa de garantizara su población un mejor manejo de la salud pública ante la desprotección estadounidense, sostiene una dinámica social colectiva ante el sálvese quien pueda occidental, mantiene viva la ilusión de la prosperidad para todos ante la exclusión estructural y hasta envía ayuda médica y tecnológica al resto del mundo para combatir la pandemia.
En el siglo pasado, después de la Revolución Rusa, la “amenaza” del comunismo fue un elemento central para que en Europa, Estados Unidos y algunos países de América Latina como el nuestro se desarrollaran Estados de Bienestar, que significaron conquistas populares trascendentes. Es decir que, en aquel tiempo, el conflicto entre las alternativas existentes dio lugar a una ventana de oportunidad que, en algunos casos, supo ser aprovechada para un gran mejoramiento social: los llamados “treinta años gloriosos”, que en nuestro país se podría decir que sucedieron entre 1945 y 1975.
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Precisamente para desmontar todo ello irrumpió la dictadura genocida en nuestro país, y pocos años después hicieron lo mismo Reagan y Thatcher a nivel global. A partir de entonces el sentido de los cambios históricos fue, esencialmente, para peor (excepto, naturalmente, para el 1 por ciento de multimillonarios beneficiados). Es decir, el resultado de cada crisis neoliberal fue la profundización del capitalismo financiero, el desmonte de derechos y conquistas históricas, una mayor exclusión social hasta dentro de las grandes potencias de Occidente. La caída del bloque socialista en 1989 solo reforzó esa tendencia preexistente. ¿Hay razones para pensar que en el caso de la crisis que se nos avecina los resultados van a ser diferentes? ¿Adónde puede conducir el conflicto entre las alternativas civilizatorias actualmente existentes? ¿Cómo pensar las posibilidades de un país ubicado en el remoto Sur?
Un ejercicio instructivo para reflexionar durante la cuarentena sobre las influencias de la alternativa china desde una mirada occidental es ver el documental American Factory, en el que se contrasta la cultura laboral de la vieja clase obrera norteamericana y la que llega de China junto con sus inversiones. ¿Hasta qué punto estaríamos dispuestos a abandonar derechos laborales y gremiales como los conocemos? ¿Nos parece viable debatir la extensión de la jornada laboral o la idea de que “8 días por mes sin trabajar es un exceso”? De todas formas, el dilema de nuestro país no pasa por optar entre modelos ajenos para copiar. Como siempre sucedió,nuestra nación seguirá buscando su propio rumbo en medio de este panorama de incertidumbres, su “tercera posición” que resulte de la interacción entre las influencias globales con las tradiciones culturales, fuerzas sociales y decisiones políticas autóctonas.
Una historia con cinco golpes de estado
Uno de los fundadores de la filosofía existencialista, Karl Jaspers, consideraba que la experiencia de una situación límite originaba preguntas que habitualmente no nos hacemos. Por esa razón, la consideraba uno de los orígenes de la filosofía. Hoy, ante la magnitud de la pandemia global, múltiples voces se hacen preguntas filosóficas y apelan a respuestas no habituales. Después de muchísimo tiempo el valor de lo público, de lo comunitario, de lo soberano y de lo estatal parece brillar con fuerza ante la emergencia, mientras palidece la estrella del libre mercado, del endeudamiento externo,de la desregulación y de la privatización como soluciones ante todos los males. Para mucha gente, esa disyuntiva se volvió una cuestión de vida o muerte. De ahí la esperanza, a contrapelo de la historia, de encontrar respuestas que puedan ayudarnos a transitar la pandemia y luego la trasciendan en cambios estructurales de nuestra sociedad.
A lo mejor ésta es una oportunidad de terminar de dejar atrás las herencias más profundas que nos dejó la Dictadura.
* Filósofo, analista político y Director del Instituto Democracia.